martes, 8 de diciembre de 2009

La expulsión de los moriscos
El 9 de abril de 1609, Felipe III de España decretó la expulsión de los moriscos, descendientes de la población de religión musulmana convertida al cristianismo por la pragmática de los Reyes Católicos del 14 de febrero de 1502.
La decisión de expulsar a los moriscos vino determinada por varias causas:
• La mayoría de la población morisca, tras más de un siglo de su conversión forzada al cristianismo, continuaba siendo un grupo social aparte, a pesar de que, excepto en Valencia, la mayoría de las comunidades habían perdido el uso de la lengua árabe en favor del castellano, y de que su conocimiento del dogma y los ritos del islam, religión que practicaban en secreto, era en general muy pobre.
• Tras la rebelión de las Alpujarras (1568-1571), protagonizada por moriscos granadinos, los menos aculturados, fue tomando cada vez mayor peso la opinión de que esta minoría religiosa constituía un verdadero problema de seguridad nacional. Esta opinión se veía reforzada por las numerosas incursiones de piratas berberiscos, que en ocasiones eran facilitadas o festejadas por la población morisca y que asolaban continuamente toda la costa levantina. Los moriscos empezaron a ser considerados una quinta columna, y unos potenciales aliados de turcos y franceses.
• El comienzo de una etapa de recesión en 1604 derivada de una disminución en la llegada de recursos de América. La reducción de los estándares de vida llevó a la población cristiana a mirar con resentimiento a la morisca.
• Una radicalización en el pensamiento de muchos gobernantes tras el fracaso por acabar con el protestantismo en los Países Bajos.
• El intento de acabar con el pensamiento crítico que hacía tiempo corría por Europa sobre la discutible cristiandad de España por la permanencia de algunas minorías religiosas. Con esta decisión se acababa con el proceso homogeneizador que había comenzado con la expulsión de los judíos y ratificaba la cristiandad de los reinos de España. Aunque esta no era la opinión popular, que sólo la veía con cierto resentimiento por competencia de recursos y trabajo.






Se decidió empezar por Valencia, donde la población morisca era mayor y los preparativos fueron llevados en el más estricto secreto. Desde comienzos de septiembre, tercios llegados de Italia tomaron posiciones en el norte y sur del reino de Valencia y el 22 de ese mes el virrey ordenó la publicación del decreto. La aristocracia valenciana se reunió con representantes del gobierno para protestar por la expulsión, pues ésta supondría una disminución de sus ingresos, pero la oposición al decreto fue disminuida ante la oferta de quedarse con parte de la propiedad territorial de los moriscos. A la población morisca se le permitió llevarse todo aquello que pudiesen, pero sus casas y terrenos pasarían a manos de sus señores, con pena de muerte en caso de quema o destrucción antes de la transferencia.
A partir del 30 de septiembre fueron llevados a los puertos, donde como ofensa última fueron obligados a pagar el pasaje. Los primeros moriscos fueron transportados al norte de África, donde en ocasiones fueron atacados por la población de los países receptores. Esto causó temores en la población morisca restante en Valencia, y el 20 de octubre se produjo una rebelión morisca contra la expulsión. Los rebeldes fueron reducidos en noviembre y se terminó con la expulsión de los últimos moriscos valencianos. A principios de 1610 se realizó la expulsión de los moriscos aragoneses y en septiembre la de los moriscos catalanes.
La expulsión de los moriscos de Castilla era una tarea más ardua, puesto que estaban mucho más dispersos tras haber sido repartidos en 1571 por el reino después de la rebelión de las Alpujarras. Debido a esto, a la población morisca se le dio una primera opción de salida voluntaria del país, donde podían llevarse sus posesiones más valiosas y todo aquello que pudieran vender. Así, en Castilla la expulsión duró tres años (de 1611 a 1614) e incluso algunos consiguieron evadir la expulsión y permanecieron en España.





El Consejo de Castilla evaluó la expulsión en 1619 y concluyó que no había tenido efectos económicos para el país. Esto es cierto para el reino de Castilla, ya que algunos estudiosos del fenómeno no han encontrado consecuencias económicas en los sectores donde la población morisca era más importante. De hecho, el quebranto demográfico no podía compararse, ni de lejos, al medio millón de víctimas de la gran peste de 1598-1602, cinco veces más que el número de moriscos expulsados en dicho reino. Sin embargo, en el Reino de Valencia supuso un abandono de los campos y un vacío en ciertos sectores al no poder la población cristiana ocupar el gran espacio dejado por la numerosa población morisca.



En efecto, se estima que en el momento de la expulsión un 33% de los habitantes del Reino de Valencia eran moriscos, y algunas comarcas del norte de Alicante perdieron a prácticamente toda su población, que tanto en esta como en otras zonas fue necesario reponer con incentivos a la repoblación desde otros puntos de España.
La expulsión de un 4% de la población puede parecer de poca importancia, pero hay que considerar que la población morisca era una parte importante de la masa trabajadora, pues no constituían nobles, hidalgos, soldados ni sacerdotes. Por tanto, esto supuso una merma en la recaudación de impuestos, y para las zonas más afectadas (Valencia y Aragón) tuvo unos efectos despobladores que duraron décadas y causaron un vacío importante en el artesanado, producción de telas, comercio y trabajadores del campo. Muchos campesinos cristianos además veían cómo las tierras dejadas por la población morisca pasaban a manos de la nobleza, la cual pretendía que el campesinado las explotase a cambio de unos alquileres y condiciones abusivas para recuperar sus “pérdidas” a corto plazo. Por otra parte, la expulsión nutrió la filas de los piratas berberiscos que asaltaron las costas mediterráneas españolas durante cerca de un siglo.

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